domingo, 29 de julio de 2012

Territorio comanche, de Arturo Pérez-Reverte



Solía leer antes los artículos de Pérez-Reverte en
El Semanal y devoré Patente de corso. Demasiado escatológicos, quizá, pero Pérez-Reverte no se arredraba, no se arredra ante nada ni ante nadie: es de esas personas que pone la verdad por encima de la ideología. Recuerdo cuando renunció a su puesto como comisario de la Exposición Cádiz 2012. "Me parece muy bien que los políticos se dediquen a hacer astillas, es su trabajo, pero a mí que no me líen. Cada uno en su sitio."

He leído alguna de sus novelas. El club Dumas me parece soberbia, ingeniosa, genial; La sombra del águila, divertida, admirable. También he leído sus primeras novelas de Alatriste. ¿Muy poco? Hay que tener en cuenta que no me gustan los libros de ficción, de manera que a mí me parece que he leído muchas novelas de Pérez-Reverte.



Ahora he releído Territorio comanche. Hace quince años, cuando este libro cayó en mis manos por primera vez, todavía recordaba la afilada cara del Pérez-Reverte reportero: Líbano, Angola, El Salvador, Nicaragua, Bosnia, Eritrea. Territorio comanche tiene forma de novela, pero es algo más. Dos periodistas de Televisión Española aguardan a que los croatas vuelen un puente y confían en tener las imágenes para el Telediario de la noche. Mientras espera, Barles rememora sus dos decenios como corresponsal de guerra. Las zonas en conflicto se han convertido en su droga. Poco a poco, se ha ido acostumbrado a la crueldad, pero se sigue sorprendiendo de que en su país a la gente le resulte indiferente.

Aquel periodismo de guerra era distinto al actual. Todavía no se había generalizado la figura del periodista embedded ('incrustado'), que viaja entre las tropas. Entonces, a los corresponsales no se les decía dónde tenían que ir, qué podían decir, qué imágenes podían tomar. Pasaban de un lado a otro, tuvieran o no permiso de los beligerantes. Su única preocupación era encontrar la forma de llegar al cierre de edición. Hoy en día, los periodistas siguen la revolución yemení, la guerra de Siria... desde Jerusalén.

Territorio comanche me parece un magnífico libro, uno de esos libros que sé que puedo releer sin sentir que pierdo el tiempo.



Alfonso Rojo
O sea, que llegas, te pones a trabajar y te matan, como a Alfonso Rojo en Nicaragua, cuando los somocistas se empeñaron en pegarle un tiro, y se lo hubieran dado si no se arroja de un camión en marcha mientras lo llevaban, con las maños atadas a la espalda, camino del paredón. Por aquella época Alfonso se lo tomó muy a mal, sobre todo porque le decían: Ahora te ponemos los zapatitos blancos y te vas de viaje, lo que es una evidente falta de respeto cuando estas a punto de palmarla. Pero los años templan, y Alfonso confesaba no guardarles ya rencor técnico a los somocistas.

Una buena toma
Conocía de sobra a Márquez para saber que cuando algo le entraba en la cabeza no había más que hablar. Su leyenda estaba llena de historias, apócrifas o verdaderas. Se contaba de el que una vez, en Vietnam, insistió para que a un vietcong condenado a muerte, vestido con ropas negras, lo fusilaran sobre una pared de color claro, a fin de que la imagen no empastara al filmarlo. Si se lo van a cargar de todas formas, decía, mas vale que sirva de algo. Le preguntaron al vietcong y dijo que le daba igual, que pasaba mucho. Así que lo cambiaron de pared.

Aquel fulano, Reverte
¿Queréis facturas, verdad? Pues tomad facturas. Una vez le hizo llenar una en serbocroata de camelo a su sobrina de nueve años, para no usar siempre la misma letra: taxi Sarajevo-Split-Colmenar Viejo, o algo por el estilo. Firmado Radovan Milosevic Tudjman. A los administradores les daba igual, con tal de tener papel en forma con el que cubrirse las espaldas. Parapetados en sus despachos y muy lejos de la realidad de un campo de batalla, se apuntaban como un éxito rebajar mil duros en una cuenta de dos o tres millones de pesetas. Preferían gastarse el dinero en cubrir campañas electorales, fichar tías de tetas grandes, encargar programas a futurólogos, financiar Quién sabe dónde o el Código Uno de aquel fulano, Reverte.

Su pobre vida concluida a oscuras
Lo del asilo ocurrió al principio de la guerra, cuando media Petrinja, evacuada por los croatas, aún no estaba en manos serbias. Era territorio comanche en estado puro, y el ruido de los cristales rotos chascaba bajo sus pasos cuando caminaron con precaución por el lugar vacío, uno a cada lado de la calle, vigilando los edificios y atentos a los cruces, por si los francotiradores. Con esa sensación en la cara interior de los muslos y en el estómago que da saberse solo en tierra de nadie. Habrían buscado provisiones en una tienda despanzurrada: chocolate, galletas, una botella de vino. Más tarde, en unos grandes almacenes saqueados, Barles encontró un suéter de lana inglesa a su medida y Márquez una corbata de pajarita que se puso en el cuello de la camisa caqui. Después hicieron una entradilla en una plaza llena de agujeros, estamos aquí, etcétera, ciudad abandonada y demás.

Barles con el micro de TVE en la mano y Márquez haciéndole un plano medio, con un ojo en el visor de la cámara y el otro alrededor, atento. Y cuando ya se marchaban dieron con el asilo de ancianos.

Hubieran pasado de largo de no haber escuchado una voz, o un gemido, a través de los cristales rotos de una ventana. En el edificio, oficialmente evacuado ante el avance serbio, abandonados por los enfermeros en fuga, una docena de inválidos habían quedado atrás, tendidos sobre camillas, en un corredor oscuro junto a la puerta. Eran tres los días que llevaban sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus excrementos. Y cuando Márquez y Barles usaron sus Maglite para verlos mejor, desearon no haberlo hecho nunca. Un par de ellos estaban muertos. En cuanto a los que seguían vivos, iban a estarlo poco tiempo. Así que apagaron las linternas, encendieron el flash y los filmaron a todos, a los vivos y a los muertos. Al acercarles la cámara los ancianos se encogían en sus camillas, entre los orines y la mierda que manchaba ropas y sabanas, y chillaban débilmente enloquecidos de terror, tapándose los ojos alucinados, ciegos, deslumbrados por la luz del flash, suplicando a las dos sombras que se movían a su alrededor. Márquez y Barles trabajaban sin hablar ni mirarse, y a la luz del flash sus rostros crispados y pálidos parecían los de dos fantasmas. Sólo se interrumpieron una vez, cuando Barles se apoyó en la pared y se puso a vomitar, pero ninguno de los dos hizo comentarios. Después dejaron en las camillas toda el agua y la comida que tenían y subieron al primer piso, donde una bomba había sorprendido a un anciano vistiéndose para escapar. El viejo seguía allí. Llevaba tres días muerto, solo, sentado entre los escombros, cubierto de una capa de polvo y yeso desmenuzado, inmóvil y todavía con los zapatos ante los pies, junto a una conmovedora maleta de cartón y un sombrero. Tenía los ojos cerrados y una expresión serena, inclinada la barbilla sobre el pecho. Una costra de sangre seca le salía por la nariz hasta la barbilla sin afeitar y el cuello sucio de la camisa, y Barles le dijo a Márquez que le filmara el rostro; pero este prefirió hacerlo de espaldas, encuadrándolo tal y como se veía desde el pasillo: sentado ante la ventana destrozada por la bomba, silueta patética, gris, inmóvil en la sobrecogedora soledad de aquella habitación deshecha, entre los ladrillos y muebles rotos, los hierros retorcidos y los jirones -maleta, sombrero, zapatos, ropa, papeles entre los escombros- de su pobre vida concluida a oscuras, cuando oía correr a los otros por el pasillo, despavoridos, y él se vestía buscando a tientas los zapatos para escapar.


Todos los cadáveres eran el mismo
Blancos, negros o amarillos, del bando que fueran, todos los cadáveres que podía recordar eran siempre el mismo en la misma guerra, en su memoria y fuera de ella. Una vez hizo la prueba: editando un Informe Semanal sobre Angola, donde los muertos eran negros, insertó algunos planos de archivo con otros, blancos, filmados dos años antes, en El Salvador. Antolín, el montador de video, estaba preocupado. Verás como la liamos, decía. Pero nadie notó la diferencia.


http://www.perezreverte.com/