sábado, 28 de julio de 2012

Gerionocracia, el gobierno de los gritones













Cada vez que hay una manifestación, una manifestación pacífica, alegre, reivindicativa, siempre surge un grupo de alborotadores que acaba haciéndose con el protagonismo. Vuelcan contenedores, arrojan objetos, escupen, amenazan, gritan. ¿A qué tipo de democracia aspiran estos tipos? ¿Quieren una gerionocracia, un gobierno de los gritones? Parece ser que es así. Los líderes sindicales y algunos dirigentes políticos le piden al presidente que atienda "la voz de la calle", aunque lo que en la calle se suele escuchar son gritos, baladros, alaridos. Berrean los sindicalistas, vociferan los funcionarios, mugen los bomberos, rugen los mineros, aúllan los taxistas, bufan los diputados, resuellan los tertulianos. Se cree que cuanto más se grita más razón se tiene.

Aquí, en España, nos gusta gritar. Julio Camba, cuando regresaba de sus viajes, notaba que los españoles tenían las voces muy roncas: en el extranjero no se chilla tanto. Borges decía que cuando en un grupo había alguien que hablaba a voces estaba seguro de que era español; se quejaba de que los españoles hablaban mal y muy alto. Yo mismo, cuando me descuido, comienzo a levantar la voz, tengo que decirme: Ramón, tranquilo, tranquilo, habla más bajo, deja de gritar.



¿Qué queremos conseguir con tanto chillido? En las guerras se solía gritar antes de entrar en combate. En la Biblia se dice que “todo el pueblo gritó tan fuerte que hasta la tierra tembló”. Los filisteos se preguntaban: “¿Por qué hacen tanto escándalo esos israelitas?” Los gritos de los hoplitas griegos eran, cómo no, rítmicos. Los galos eran unos gritones; los legionarios romanos, cada vez que tenían que enfrentarse a ellos, estaban aterrados, se les caía el alma al suelo cuando veían aparecer a los celtas desnudos, empuñando largas espadas y dando gritos, hasta que César logró convencer a sus tropas de que no era para tanto.



Antes de entrar en combate, los clanes escoceses lanzaban su sluagh-ghairm, su eslogan, su grito de batalla. Poco a poco, primero en Inglaterra, luego en el resto del mundo, los partidos políticos comenzaron a utilizar eslóganes. “Por el cambio.” “Es hora de soluciones.” “España, en positivo.” “Con cabeza y corazón.” “Pelea por lo que quieres.” “Súmate al cambio.” “El cambio andaluz.” “¡Rebélate!” “Por el camino seguro.” El eslogan del bipartito andaluz queda así: “Rebélate por el camino seguro”.



Los gritos de batalla han sido algo habitual. “Santiago y cierra, España”, se gritó en las Navas de Tolosa. “¡Aur!, ¡aur!, ¡desperta ferro!”, gritaban los almogávares. “¡Oh mis soldados! ¡Oh mis leones de España!”, gritó Carlos de Austria en Túnez. Los tercios españoles, evidentemente, eran los que más vociferaban. Gritaba el sargento: “¡Santiago! ¡Santiago! ¡Santiago!” Respondían los soldados: “¡Cierra! ¡Cierra! ¡Cierra, España!” Los quinientos soldados de Cortés gritaban más fuerte que los cien mil aztecas de Cuauhtémoc: “¡Me vais a soñar, hijos de p*t*, me vais a soñar!” Siglos después, los mexicanos aprendieron a gritar, gritaron en Dolores: “¡Mueran los malos gobernantes! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!” Los alaridos de los apaches aterraban a sus enemigos: gritaban cuando combatían, gritaban cuando se retiraban, no paraban de gritar mientras torturaban a los prisioneros. Los zulúes cantaban y gritaban antes y durante el combate, y seguían cantando y gritando cuando el enemigo ya estaba derrotado. Los maoríes, antes de la batalla, bailaban el haka y gritaban, hasta que a los pérfidos soldados británicos les dio por dispararles mientras danzaban.



Los soldados más gritones de todos fueron los sudistas. El rebel yell hacía flaquear a las tropas federales. Cuando las filas de desharrapados soldados sudistas se acercaban a las líneas federales y lanzaban su grito de batalla, los nordistas perdían los nervios, no atinaban a cargar sus fusiles, se les caían las baquetas, huían aterrados. Poco a poco, los nordistas aprendieron a resistir el rebel yell. En Gettysburg, cuando las tropas del coronel Chamberlain se quedaron sin balas y tuvieron que cargar, improvisaron un alarido atroz que consiguió aterrorizar a los rebeldes: los doscientos soldados del regimiento de Maine pusieron en fuga a un millar de sudistas. Unos meses después, en Chattanooga, el grito nordista estaba tan perfeccionado que miles de soldados sudistas abandonaron el campo de batalla sin luchar cuando lo escucharon. Después de eso, Lee tuvo que esconder a sus soldados en trincheras.

La guerra de secesión fue una de las últimas guerras de gritones. Poco a poco, los Estados Mayores se dieron cuenta de que lo importante era la sorpresa, el silencio. Aunque no siempre. En la guerra civil, un capitán nacional no paraba de gritar: “¡A por ellos ¡ Y al que le den que se j*d*!” De esa manera tan atrabiliaria nació ese grito que ahora se repite en los estadios sudafricanos, polacos y ucranianos, en las plazas de toda España.

Fueron los bolcheviques los primeros que en tiempos modernos utilizaron el grito como instrumento político: gritaban en las calles, gritaban en los consejos de obreros y soldados, gritaban cuando acometían a las tropas blancas. En la segunda guerra mundial, los soviéticos continuaron lanzando sus hurras antes de entrar en combate, lo que solía alertar a los alemanes: casi diez millones de soldados soviéticos murieron en esas cargas inútiles.



Poco a poco la sociedad ha ido avanzando y ha aceptado que hay que desterrar la guerra y la violencia. Ahora, los gritos están más contenidos, se dejan para las competiciones deportivas Gritan los aficionados. “¡Hala Madrid!” “¡Visca el Barça!” “¡Mucho Betis, mucho Betis, eh!” Algunos entrenadores españoles acaban roncos al final de los partidos. Gritan los porteros porque hay un defensa mal colocado; los defensas, porque los centrocampistas no presionan; los delanteros, porque no les pasan balones. Sí, hay demasiados gritos escatológicos en los estadios de fútbol.



Fue una española, Arantxa Sánchez Vicario, la que puso de moda los gritos en el tenis. Ahora los espectadores estadounidenses se quedan embobados escuchando los chillidos de las tenistas rusas: rezan para que su mujer se vaya a la peluquería o a cualquier sitio, para que salgan sus hijos, para quedarse solos en su casa de los suburbios; encienden la televisión, suben el volumen, cierran los ojos e imaginan cosas extrañas. Y sé de lo que hablo: no me gusta nada el tenis, pero un día me tragué treinta minutos de un partido de Sharapova...



El añorado Joaquín Vidal se quejaba de que los toreros eran cada vez más gritones y más ruidosa la plaza. “Había un inmenso griterío. Había un inmenso, permanente, ensordecedor griterío. Las localidades altas se llenaron de peñas, con sus uniformes, sus bombos, sus bien templadas gargantas (bueno: algunas, sólo regular) y no paraban de gritar. Según iban llegando empezaban a pegar gritos y continuaron pegándolos hasta que terminó la función.” Los toreros, como esa gente que habla a voces a los extranjeros, creen que los toros les entenderán si gritan. "¡Oooh, ajoó, ajujú!"



España, la tierra de Gerión, el rey gritón (¿qué otro nombre podía tener el primer rey de España?), debería ser, pues, una gerionocracia. Los más gritones, los que más protesten, serían los que gobiernen. ¿Acaso no veis Telecinco? Los colaboradores de los programas gesticulan, mueven los brazos y, sobre todo, gritan, gritan, GRITAN. Lo dicho: cuanto más se grita más razón se cree tener.

Algunos querrían que existiera aquí el mismo régimen político que en la antigua Lacedemonia: los espartiatas se reunían en la Apella y, cuando tenían que decidir un asunto, lo hacían por aclamación; la propuesta que recibía más gritos a favor era la aprobada. Las minorías alborotadoras se imponían a las mayorías quedas, silenciosas



Aspiro a ser una persona tranquila. Me molesta, como a cualquiera, que los políticos manipulen, tergiversen, mientan. Sé, empero, que al cabo de cuatro habrá unas elecciones. Prefiero no salir a la calle a gritar, sino depositar mi voto en la urna. Los que gritan, ¿no dan ninguna importancia al voto? Parafraseando a Clausewitz, consideran que el griterío es la continuación de la política por otros medios. ¿O aspiran, acaso, a que los gritos sustituyan a la política?



¿Solucionarían el problema algunos millones?
—¿Por qué están tan enfadados estos hombres tan pequeños? —me pregunta un extranjero que ha sido compañero mío de viaje.

Yo le explico a duras penas que no se trata de un enfado momentáneo, sino de una actitud general ante la vida. Mi compañero se esfuerza en comprender.

—¡Ah, vamos! —exclama, por último—. Es que los españoles no tienen dinero...

Y, aunque esta explicación de la psicología nacional me resulta excesivamente americana, yo, obligado a hacer una síntesis, la acepto sin grandes escrúpulos.

—Sí. Es eso, principalmente...

—De modo que si nosotros metiésemos aquí algunos millones de dólares, ¿cree usted que sus compatriotas se calmarían?

—Yo creo que sí. Creo que estas voces ásperas se irían suavizando poco a poco y que las mesas de los cafés no recibirían tantos puñetazos. Creo, en fin, que cambiarían ustedes el alma española. Siempre, naturalmente, que los millones no se quedaran todos en algunos bolsillos particulares...