domingo, 17 de junio de 2012

Labordeta



Ayer me tocó leer el libro de Labordeta, profesor de instituto, cantautor, vagabundo televisivo y, durante dos legislaturas, diputado en el Congreso por la Chunta, uno de esos personajes que tiene la capacidad de despertar simpatía a su alrededor. Incluso a mí me resulta simpático, tanto, que si el diputado de la Chunta se hubiera apellidado no Labordeta sino, digamos, Allué, Ascaso o Isarre, le habría condenado sin más como suelo condenar a todos los regionalistas. Labordeta se encuentra, se encontraba en mis antípodas, casi, su posición en muchos temas, su actitud tolerante con los batasunos, su defensa de los nacionalistas...

En el Congreso se hizo famoso por esos gritos maleducados que lanzó a unos maleducados de las bancadas populares (los grupos mayoritarios tienen tantos diputados que algunos de ellos se especializan en gritar y molestar a los oradores). Alguien comenzó a llamarle, con ingenioso humor, Elbordete. Desde luego, esto no pasaba en las Cortes de época franquista: allí no había gente de izquierdas y los obispos setentones solían pasar la mayor parte del tiempo dormitando o musitando avemarías.

Muchas veces, trato de imaginar qué postura, qué actitud habrían adoptado los políticos españoles actuales en la guerra civil. ¿Habrían permitido los fusilamientos? ¿Habrían intentado llegar a un acuerdo? ¿Habrían sido capaces de defender sus ideas en una trinchera? La única arma que utilizó Labordeta durante el franquismo fue una guitarra y una canción nostálgica sobre la libertad perdida. No tuvo problemas para casarse con una sobrina de Agustín Muñoz Grandes, entonces vicepresidente del Gobierno. Dio clases a Federico Jiménez Losantos, verdadero malleus de casi todos los políticos españoles de los últimos treinta años, de izquierdas y de derechas: sin embargo, su admiración y respeto por Labordeta nunca han desaparecido.

No, no me ha gustado el libro de Labordeta, pero probablemente porque lo que realmente quería era leer algo sobre su lucha en los sesenta y setenta, y no sus escaramuzas en la ciénaga política de los últimos años. Ya me pasó algo similar con las memorias de Garibaldi, escritas en 1860, justo cuando su vida comenzaba a hacerse interesante.

A la m...
Mi intención, frente a la actitud siempre brusca del señor ministro —en otra ocasión llegó a llamarme "cigarra", por lo de cantor, y a ponerse él de hormiguita laboriosa—, era la de conocer los planes que tenía el Gobierno en relación con mi pequeño país.

Como de costumbre, el señor ministro salió por peteneras y comenzó un ataque a los gobiernos socialistas del señor González, acusándolos de todos los males existentes hasta la llegada al Gobierno del Partido Popular. Con una oratoria exaltada se pavoneó de los beneficios que recibirían los lugares por donde no iba a pasar el AVE. Cuando le pregunté por los trenes de cercanías me aseguró que eso ya no se llevaba. "Ya no existen", dijo.

—¿Y los rótulos de "cercanías" en Chamartín?

—Eso es que todavía no han retirado los carteles.

En esta polémica andábamos. También me dio fechas para la inauguración de la autovía Zaragoza-Teruel, cuando desde las bancadas de los populares empezó a crecer un murmullo, llamémoslo rumor tal y como dice el Diario de Sesiones, que aumentó cuando le respondí al ministro y le aseguré que la autovía no la iban a inaugurar en 2004. Cuando le confirmé que iba mucho a Teruel, desde esas bancadas, en las que permanecían escasos diputados, de esos que podríamos llamar los hooligans, cuyo único objetivo es desconcertar a quien está en la tribuna, aumentaron los rumores. Cuando afirmé y reafirmé que iba a Teruel, los de la movida comenzaron a removerse y a intentar desconcertarme recordándome, cada vez de una manera más ofensiva, mi trabajo televisivo en la serie de Un país en la mochila, y alguno hasta me dijo: "Canta, cantautor de las narices".

Y ahí salté. No pude más. La tensión acumulada esos días con la violencia contra Iraq y las largas sesiones de enfrentamientos dialécticos con un muro de duro cemento humano me lanzaron a la dialéctica de la descalificación por encima de todo.

Transcribo lo que consta en el Diario de Sesiones, aunque, como más de una vez dije, harían falta micrófonos de ambiente para que los radioescuchas y los televidentes oyesen expresiones que conducen a actitudes que, sin ser oídas las razones, hacen pensar que uno está loco, es un mal hablado o, por no saber qué añadir, sale por los cerros de Úbeda.

Dije:

—¿No puede uno hablar aquí o qué? Coño, a ver si no puede uno hablar aquí. A la mierda, joder. —Rumores—. Estoy hablando con el ministro y no con ustedes. —Continúan los rumores—. Ustedes están habituados a hablar siempre porque aquí han controlado el poder toda la vida y ahora les fastidia que vengamos aquí a poder hablar las gentes que hemos estado torturados por la dictadura. Eso es lo que les jode a ustedes, coño, y es verdad, joder. A la mierda.