domingo, 17 de marzo de 2013

Todo lo que era sólido



Me ha gustado este libro del giennense Muñoz Molina, una crítica a la cultura y costumbres democráticas que se han ido desarrollando en España durante los últimos treinta y cinco años. Sólo le puedo lanzar un pero. Metido en su papel de intelectual de izquierdas, el ubetense llega a identificar a la derecha con la dictadura. "En 1930 los partidos democráticos se unieron en el Pacto de San Sebastián y pudieron traer la II República. En 1931 concurrieron juntos a las elecciones republicanos y socialistas y el resultado fueron más de dos años de política reformista común. En las elecciones de 1933 los socialistas y los republicanos se presentaron por separado a las elecciones y lo que consiguieron con su división fue que ganaran las derechas." Tampoco creo que los problemas de España se arreglarían si se prohibiesen las fiestas de los toros o las procesiones de Semana Santa.

Andalucía
Como cualquier otra comunidad, lo mismo las gobernadas por nacionalistas que las otras, Andalucía estaba viviendo un proceso acelerado de exageración de sí misma, al que muy pronto se consagró con gran éxito y a un precio que nunca sabremos calcular la televisión regional. La cultura andaluza era una versión abaratada de las visiones orientalistas del pasado musulmán y una permanente exaltación de cualquier hecho festivo. El gracejo y las batas de cola regresaron de los armarios polvorientos de los estereotipos de lo andaluz y lo español enaltecidos ahora como cultura autóctona.

Los cuerpos nacionales
En cada ayuntamiento, miembros de los que se llamaban no sin reverencia cuerpos nacionales ocupaban los tres puestos decisivos: el secretario general, el interventor, el depositario. Desde mi posición ínfima de escribiente interino yo los veía investidos de una solemnidad inapelable. En aquella época todo lo que viniera del pasado nos parecía que tuviera un inmundo origen franquista. En realidad, esos cuerpos nacionales venían de mucho antes de la Guerra Civil, y habían sido fundados con el propósito de limitar el poder arbitrario de los caciques territoriales sobre los escalones más débiles de la administración: los ayuntamientos y las diputaciones provinciales. Secretarios, depositarios e interventores tenían puestos inamovibles que dependían del estado central. Los alcaldes no podían nombrarlos ni destituirlos. El secretario general certificaba la legalidad de los acuerdos municipales. El interventor tenía que dar su aprobación a cada propuesta de gasto, asegurándose previamente de que no se salía de los presupuestos. El depositario controlaba el dinero ingresado en la caja del ayuntamiento y autorizaba los pagos.

El ayuntamiento de Granada en 1981
En 1981, cuando yo empecé a trabajar en el ayuntamiento de Granada, con un contrato de un año, mi sueldo de auxiliar administrativo interino era muy bajo, pero no creo que ni los funcionarios mejor pagados llegaran a ganar diez veces más que yo. En la administración municipal había muy poco dinero. Los funcionarios se pasaban la vida comparando melancólicamente sus sueldos a los de los privilegiados de dos paraísos administrativos inalcanzables para ellos: la diputación y la caja de ahorros. El alcalde era un profesor joven de la Facultad de Derecho, ni siquiera un catedrático. El concejal de Cultura era profesor de instituto. Ahora no recuerdo si recibía algún sueldo, pero en cualquier caso seguía dando sus clases, o una parte de ellas. Lo que sí recuerdo es que cuando dejó de ser concejal volvió al instituto. 

El primer alcalde de la democracia
El último alcalde franquista de Úbeda había sido un gordo rico y rotundo que iba por la ciudad sentado en el asiento posterior de un Mercedes de su propiedad, conducido por un chófer que era también su criado. Aquel gordo nos parecía a nosotros inmensamente rico, como se decía entonces, menos una persona concreta que un símbolo de trazo grueso, como los millonarios de frac y chistera de las caricaturas. Que en 1979 llegara a ser alcalde José Gámez, nuestro sastre de siempre, con sus trajes rozados y sus hombros caídos, era un signo indudable de que a pesar de todas las incertidumbres algo estaba cambiando de verdad en España. Una de las primeras cosas que hizo al tomar posesión fue quitar el crucifijo de su despacho y anunciar que en cumplimiento de la separación entre la iglesia y el estado no volvería a haber representantes municipales en las procesiones de Semana Santa.

José Gámez, socialista austero, republicano laico que jamás quiso cobrar un sueldo como alcalde y que iba cada mañana al ayuntamiento dando un paseo desde la casa modesta en la que había vivido siempre, cumplió sus cuatro años de mandato y no volvió a presentarse a las elecciones. Se había pasado la vida esperando el regreso de la democracia y manteniendo una solitaria dignidad a través de los años negros de la tiranía, pero cuando la democracia vino y su partido pasó de la ilegalidad al poder en un plazo muy breve José Gámez descubrió que no había sitio para la gente como él. 

Puig Antich
En marzo de 1974 fui detenido y encerrado durante unos días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad por participar en una manifestación contra la condena a muerte del anarquista catalán Salvador Puig Antich... Hace no mucho vi en televisión una película que se hizo en 2006 sobre Puig Antich, Salvador. Algo me llamó la atención en esa película, las únicas protestas que aparecían pasaban en Cataluña. Las víctimas, los buenos, eran catalanes y hablaban en catalán. Los policías, los militares, los ejecutores, hablaban en español. No era una historia de fascismo y antifascismo, sino de españoles contra catalanes... Los carceleros, los policías que interrogaban y torturaban a Puig Antich, tenían en la película un acento andaluz de caricatura.

La Expo 92
Con la distancia se ve claro que la Expo del 92 fue el primero en el catálogo sucesivo de los simulacros españoles, el ensayo general y el estreno, el modelo de una gran parte de lo que vino después: la predilección por el acontecimiento excepcional y no por el trabajo sostenido durante mucho tiempo; el triunfo del espectáculo sobre la realidad; la construcción de realidades efímeras a las que se dedicaban los fondos públicos que habrían podido emplearse menos vistosamente pero con frutos más sólidos; el gasto incontrolado y sin límites; la concentración aparatosa de todo en un solo lugar, en el plazo de unos pocos meses; la desconexión entre ese tiempo y el que vendría después, entre ese espacio insular y el territorio que lo rodeaba: también la unanimidad triunfalista que apagaba de antemano cualquier disidencia, reduciéndola a queja residual o deslealtad insidiosa.

El parking
En la plaza modesta que hay en el centro de la ciudad, con su torre almohade y sus soportales del siglo XIX, habían abierto la entrada brutal de un aparcamiento. Un aparcamiento para atraer el tráfico hacia el centro de una ciudad que se atraviesa entera a pie en quince minutos; un aparcamiento que nadie se había molestado en disimular en la medida de lo posible: allí estaba, y allí está, con su rampa de acceso y el bloque aparatoso con la maquinaria de un ascensor, un aparcamiento para atraer coches hacia esa zona congestionada del centro y para que la gente pueda disfrutar de atascos de tráfico queriendo llegar a él.



En la plaza modesta que hay en el centro de la ciudad, con su torre almohade y sus soportales del siglo XIX, habían abierto la entrada brutal de un aparcamiento. Un aparcamiento para atraer el tráfico hacia el centro de una ciudad que se atraviesa entera a pie en quince minutos; un aparcamiento que nadie se había molestado en disimular en la medida de lo posible: allí estaba, y allí está, con su rampa de acceso y el bloque aparatoso con la maquinaria de un ascensor, un aparcamiento para atraer coches hacia esa zona congestionada del centro y para que la gente pueda disfrutar de atascos de tráfico queriendo llegar a él.

No han leído libros de herejes
He visto a un administrativo entrar de concejal en 1979 y sin haber adquirido ninguna cualificación aparte de la de la maniobra política llegar diez o doce años después a presidente de una de esas cajas de ahorros que nos han llevado a la quiebra. Cuando a Sancho Panza se le presenta la oportunidad burlesca de ser nombrado gobernador no tiene la menor duda sobre su propia idoneidad para el cargo, aunque no sabe leer ni escribir: lo único que necesita es su condición probada de cristiano viejo; incluso el analfabetismo es una garantía añadida de su ortodoxia, porque certifica que no ha podido leer libros de herejes.