miércoles, 17 de abril de 2013

El advenimiento de la República



Para conmemorar el aniversario de la República he estado leyendo el libro de Josep Pla. ¡Delicioso! Esta misma tarde acabo de terminarlo.


Galimatías catalán
En la fachada del Ayuntamiento de Mataró hay tres medallas esculpidas: la del arzobispo de Tarragona, Creus, gran personaje carlista de la Junta de La Seo de Urgel; la del señor Biada, promotor y constructor del primer ferrocarril de España, de Barcelona a Mataró; y la del pobre y liberal Puigblanch. ¡Qué galimatías más catalán!

Carácter de Unamuno
En la redacción de El Sol, Larra, 8, encuentro a don Miguel de Unamuno, colorado, congestionado. Me cuenta que en la plataforma de un tranvía le han robado 300 pesetas que llevaba en el chaleco complicado y puritano. Lo consuelo haciéndole ver que esto le puede pasar a cualquiera, en cualquier época, en cualquier régimen, en el sitio y en las circunstancias más normales. Me interrumpe con aire de desolación y de rabia, y me dice:
—No, no, querido Pla... Esto de la República va mal, muy mal...

Castellano en la intimidad
Un amigo mío encuentra a Rosita, entretenida catalana, hija de una célebre carnicera de la Boquería, más o menos ligada en estos momentos con un riquísimo fabricante de Tarrasa.
—Usted por aquí, Rosita? ¿Qué tal? La veo un poco triste...
—Sí, estoy triste...
—Comprendo. Han venido a ver el museo y se ha aburrido con la pintura...
—No. Nada de museos. ¡No me venga ahora con museos!
—¿Qué le ocurre? Diga...
—Se lo voy a explicar y no me va a creer...
—Diga, diga...
—¿Me va a creer si le digo que... [aquí el nombre del fabricante] me obliga, desde que salimos de Barcelona, a hablar castellano?
—¡No me diga!
—Lo que oye. ¡Todo el santo día! ¡Me obliga a hablar castellano todo el santo día! No puede figurarse el tormento que esto supone para mí. ¡Si mamá volviera del otro mundo!
—Pero ¿en la intimidad también le habla castellano?
—También. Figúrese que sólo me permite desahogarme cuando... [aquí el nombre del fabricante] está en el punto culminante del acto. Entonces incluso me pide que le hable en catalán...
—Pero esto es muy poco...
—Nada. Una niñería...
Y Rosita añade con total desolación:
—¡Él, que siempre me dice que es tan catalanista! ¡Si mamá volviera del otro mundo! ¡Válgame Dios!

Nuevo sistema educativo
—De vez en cuando, reúno a mis cinco hijos encasa y tiro un duro al aire. Si el duro llega al suelo sin que ninguno de ellos lo haya cogido al vuelo, los pongo a pan y agua y no los dejo salir.
—¿Me permite una pregunta?
—Las que desee.
—¿Ha tenido que castigarlos muy a menudo?
—¡Jamás, por el momento! Cogen la moneda con una agilidad pasmosa.
—Sus hijos saldrán adelante.
—Eso espero. Mi sistema educativo es excelente para los tiempos que corren. Forma a la juventud...

Estoy hasta los c...
Don Estanislau Figueras, primer presidente de la Primera República española, era un hombre muy pulcro, educadísimo, refinado. Célebre contertulio de la farmacia que Narcís Moragas tenía a la sazón en Barcelona,  Figueras conocía a fondo lo que se aprendía entonces en casa del boticario: la tolerancia, la creencia de que la debilidad humana es infinita, la sensación de que el mundo no tiene remedio y de que todos somos aproximadamente iguales. El señor Estanislau, además, era un gran abogado. De Figueras, presidente de la República, ha quedado una frase que da una idea  exacta de las dificultades por las que pasó aquel régimen. En  efecto, para calcular hasta dónde llegaron estas dificultades, bastará con que uno tenga en cuenta lo que  Figueras, un día, presidiendo un Consejo de Ministros, dijo en catalán (había muchos catalanes en la Primera),  pese a ser un hombre de una educación esmeradísima y una pulcritud extrema: 
—Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los c... de todos nosotros!
Este «nosotros» demuestra hasta qué punto Figueras era comprensivo y tolerante 

De doce y media a una
Me presentan al señor A. C. Luego, pregunto: 
—¿Quién es este señor?
—Este señor es una celebridad española. Es aquel empleado del Estado que puso un día en la puerta de su 
despacho oficial: «Horas de oficina, de doce y media a una».
—Y este hombre, entonces, ¿es absolutamente célebre?
—Sí, señor. Lo es. Y además, en invierno, lleva capa.