jueves, 29 de agosto de 2013

Tawfiq al-Hakim

Novela trágicamente divertida, que demuestra que hay alguna gente que piensa (que pensaba hace ochenta años) que otro Egipto, laico y democrático, es posible, que puede haber un Egipto que mire hacia el futuro al mismo tiempo que siente orgulloso de su pasado.

El traslado del teléfono
El teléfono es el emblema de la autoridad y del poder, y el medio de comunicarse con el Gobierno. Arrancarlo de casa del alcalde depuesto no era más que un símbolo de que había cesado su autoridad. Los lamentos que salían de casa del alcalde anterior y los llantos que acompañaban al teléfono, a la salida de su casa, eran indicio de lo abrumador de aquella catástrofe. Pero aquella catástrofe tenía, como todas, otra faz sonriente que miraba al lado opuesto. La casa del nuevo alcalde, al recibir el teléfono que entraba en ella con albórbolas y panderetas, era también indicio de la llegada de la felicidad y el bienestar. El «símbolo», en forma de un teléfono de acero y de madera, representaba también un papel de primer orden en el teatro de aquella aldea tranquila.

Hay que dejar que la gente vote
Mi conducta en las elecciones es siempre ésta: libertad absoluta y dejar a la gente que vote como quiera, hasta el momento en que terminan las elecciones. Pero luego cojo con toda sencillez al portador de la urna, me hago cargo de ella, la tiro al canal, y en el acto pongo en su lugar la urna que hemos preparado con toda calma.

Malversación
—¿Malversaste el trigo confiscado?
—Era mi trigo, Excelencia, y nos lo comimos la familia y yo.
—Convicto. Presente. Un mes de prisión con trabajos.
—¡Un mes! ¡Oh musulmanes! El trigo era mío… Lo había sembrado yo… mi dinero…
El soldado se lo llevó. Iba mirando a todos los presentes con ojos espantados, como si no quisiera dar crédito a que la sentencia que acababa de escuchar fuese real. Sí; indudablemente su oído le había engañado, y la certeza la poseían todos los presentes. Él no había robado el trigo de nadie. Verdad es que el ujier había venido a confiscárselo, bajo su propia custodia, hasta que pagase el dinero que debía al Gobierno; pero el hambre se cebó en él y en su familia, y se comió su trigo. ¿Quién era el que lo tenía por ladrón y le aplicaba el castigo del ladrón? El buen viejo no podía comprender este Código que le llamaba ladrón por haberse comido lo que había sembrado y el fruto de lo que había plantado. Éstos delitos, inventados por el Código para proteger el dinero del Gobierno o de los acreedores, no son, a juicio del campesino, los delitos naturales que entiende su sencillo instinto. Él sabe que pegar es delito, y que lo son matar y robar, porque en todas estas cosas hay una evidente iniquidad contra el prójimo, y la bajeza moral está patente en ellas a primera vista. Pero la malversación… ¿cómo comprender sus fundamentos y su concepto? Ése no era más que un delito legal cuya pena se soporta, pero sin creer en su existencia.

Veinte piastras de multa
—Tú, buen hombre, has contravenido el reglamento de matanzas, haciendo sacrificar un carnero fuera del matadero.
—¡Señor cadí! El carnero… lo matamos, con perdón, en una noche feliz que ojalá tengas otra como ella, para festejar la circuncisión del chico.
—Veinte piastras de multa. ¡Otro!
Al contraventor siguiente que compareció le dijo el cadí:
—Tú, buen hombre, estás acusado de lavar tus ropas en el canal.
¡Excelencia! ¡Dios eleve tu puesto! Pero ¿es que vas a ponerme una multa por lavar mis ropas?
Porque las lavaste en el canal.
—Pues ¿dónde las iba a lavar?
—La fiscalía…
—No es de la competencia de la fiscalía averiguar dónde puede lavar este hombre sus ropas. Lo que la incumbe es ajustarse a la ley.
El cadí apartó de mí la vista, se quedó un poco cabizbajo, meneó la cabeza y luego, rápidamente, como quien se sacude un gran peso de encima, concluyó:
—Veinte piastras de multa. ¡Otro!